La obra no tiene texto, ni voces, ni cuerpos visibles. La casa replica la estética ruinosa de las mansiones victorianas donde Francesa solía fotografiarse. Y no hay evidencia más feroz de la existencia humana que una arquitectura desgastada y objetos olvidados.

 

Casawoodman es una obra de teatro de objetos que usa hilos para mover la acción escénica. Las paredes de la casa son ficcionales. Ocultan a la intérprete-manipuladora. Los espectadores no ven esa trastienda pero participan del placer de una operación precisa.

 

El relato no es lineal: hay saltos, retrocesos, repeticiones y caprichos. La obra imita la vieja técnica de cineastas, el stop motion. Cuadro por cuadro logra producir el siniestro y encantador efecto de dar vida a aquello que no tiene.

 

En marcos vacíos que cuelgan de las paredes se proyecta un video. Aparece una mujer. Es Ina, Francesca, cualquier mujer que vivió allí. Quizá un recuerdo de la casa misma. Pasada nuestra existencia quedamos a merced de las cosas que nos rodearon. ¿Qué hacen los objetos cuando su dueño ya no está entre los vivos? ¿Lo extrañan? No podríamos afirmar lo contrario.

 

Danzan unas cajitas, una carta salta sobre la mesa, una silla abre una valija. Mensajes en código de un pasado aún latente. Insistir en la ausencia termina por hacer presencia. 

 

Es Casawoodman, el espacio imaginario donde la vida de Francesca se extiende hasta el infinito. Un cuadro dentro de un cuadro, dentro de otro cuadro, dentro de otro cuadro.